Descubriendo las células en la iglesia latinoamericana

En 1984 tuve oportunidad de asistir en el Poliedro de Caracas a una conferencia, organizada por la Confederación Pentecostal de Venezuela, cuyo principal invitado se trataba, nada menos que de Paul Yonggi Cho (quien luego cambiaría su nombre a David), pastor fundador de la Iglesia del Evangelio Completo en Yoido, Corea del Sur. Una congregación que en aquellos momentos tenía más de cien mil miembros y de la cual todos los evangélicos querían aprender sus secretos sobre el crecimiento de la iglesia. Mientras la mayoría de los allí presentes se desvivían por los mensajes de Cho sobre la fe, la oración, los milagros y las manifestaciones sobrenaturales, cosas sobre las que había escrito libros muy populares como La Cuarta Dimensión[1], yo me encontré por momentos impresionado con sus ideas sobre el crecimiento de la iglesia y, sobre todo, con su “fórmula” para ello, basada en grupos pequeños o células de creyentes. Aunque ya habían algunas iglesias que usaban sus métodos multiplicativos, para mi se trataba de la primera vez que escuchaba hablar de una forma de evangelizar, discipular y crecer numéricamente que me acercaba a algo mucho más natural, u orgánico, y que parecía, al menos en las primeras impresiones, como algo sencillo que hasta yo mismo podía ensayar.

David Cho es referencia obligada en cuanto al tema de los grupos celulares. Según la historia de la Iglesia del Evangelio Completo en Corea, inició el trabajo con células después de haber sufrido un ataque al corazón producto del exceso de trabajo. Seguidamente reorganizó la iglesia en células, en su mayoría dirigidas por mujeres, a partir de lo cual la congregación comenzó a experimentar un crecimiento acelerado y expansivo. Su sistema se basa en varios principios bastante sencillos, pero no así su supervisión y control que es bastante jerárquico y regimentado, típico de las organizaciones mecanicistas y las grandes corporaciones surgidas en la posguerra.

Mi conversión en seguidor de Jesús ocurrió en agosto de 1978 en Sacramento (California, USA) en una iglesia pentecostal bastante grande que congregaba unas dos mil personas en cada culto. Llegamos a esa iglesia porque veíamos el inmenso edificio en la avenida Howe y su marquesina con los títulos de los sermones, llegamos sin referencias, así que no tuvimos mucho contacto con los miembros, aparte de uno que otro saludo al final de los servicios. Además, en apenas unos pocos meses, en enero de 1979, con Nora embarazada de nuestro primogénito, regresámos a Caracas. Después de unos meses recorriendo iglesias, decidimos congregarnos en la Iglesia Dios Admirable de la Asociación de Iglesias Evangélicas Libres de Venezuela (ADIEL). Allí estuvimos dos años y luego nos mudamos a la ciudad de Los Teques donde, después de un período de inestabilidad por la mudanza y de turbulencia como pareja, nos comenzamos a congregar con los hermanos de la Iglesia El Buen Pastor de la Organización de Iglesias Evangélicas de Venezuela (OVICE). Primero Nora, a mediados de 1982, y luego en 1984 le seguiría yo.

En esos seis años, hasta que llegué a aquella conferencia de Cho en el Poliedro, me había sentido muy incómodo con los métodos evangelísticos que se usaban por ese entonces. Salir a repartir tratados en las casas los días sábado por la tarde me parecía algo completamente artificial y hasta perturbador. Los predicadores en las esquinas, o en las plazas, y aún los jóvenes que se aventuraban a proclamar mensajes “evangelísticos” en los cafetines de la universidad donde trabajaba, me parecían impertinentes y hasta medio locos. Aunque, a decir verdad, las iglesias a las que había asistido insistían más en las campañas de varios días en sus locales de reunión, con connotados oradores invitados que, a través de sus prédicas, conseguían convertir a algunos de los pocos visitantes que se atrevían a trasponer el umbral de los extraños templos evangélicos de aquellos tiempos.

Por otro lado, Cuando escuchaba a los televangelistas de la época, entraba en conflictos internos pues no entendía por qué explotaban tanto el tema del pecado, sentía sus dedos acusadores apuntándome y sus palabras aguijoneándome, solo para luego frustrarme y tener que encontrar argumentos para explicarle a mis compañeros de trabajo, el por qué esos hombres estaban siendo procesados por la justicia, o cómo era que habían sido descubiertos cometiendo los mismísimos pecados que denunciaban desde el púlpito. Si bien mis amigos de la Cruzada Estudiantil y Profesional para Cristo (Campus Crusade) me eran más cercanos en edad y en intereses, su uso reduccionista de la Biblia, limitado a cumplir con cuatro leyes espirituales para llegar a la salvación, no me cuadraba completamente con la complejidad de las situaciones y trasfondos reales de donde veníamos. Ni que hablar del evangelismo explosivo, suerte de trampa semántica para arrancar confesiones de la boca de los incautos[2].

Numerosas soluciones habitacionales surgieron en la década de los 80 en la región de Los Altos Mirandinos. Aunque los precios eran bastante asequibles, los servicios eran deficientes y el tráfico por la carretera Panamericana hacia Caracas se volvió una tortura para los nuevos moradores de la zona.

Sin embargo, aquella idea de Cho, esbozada inicialmente de manera sencilla, que sugería reunirnos en las casas e invitar a familiares, amigos y vecinos para estudiar la Biblia y orar, me pareció fantástica y realizable. Diferente a todo aquello que me causaba ruido, y que era como un traje que no calzaba con mi personalidad, bastante tímida, introvertida y medio intelectual. Así que aquella noche salí emocionado del Poliedro y llegué a mi casa a planificar lo que haríamos en los próximos días. Sin mayores pretensiones, ni pensamientos grandiosos, solo con la convicción de que podía reunir un grupo de amigos o de vecinos en nuestro hogar. Nora y yo nos pusimos de acuerdo para armar lo que llamaríamos una “célula” en el apartamento 4-E-1 del edificio El Roble en las Residencias El Encanto de Los Teques. Invitamos a los vecinos de varios de los pisos, a algunos conocidos y también unos hermanos de la iglesia que vivían en una de las torres cercanas. Lo único que podíamos hacer con cierta destreza era estudiar la Biblia y orar por las necesidades de los presentes. La cita era a las 8 PM, un día viernes, en una época en la que la gente estaba acostumbrada a salir hasta altas horas de la noche y acostarse tarde.

Llegado el día y la hora, estaba yo sentado en la sala con las Biblias, mientras Nora y una jovencita llamada Nubia, que la mamá de Nora había enviado desde San Cristóbal para que nos ayudara por unos días, terminaban de acostar a los niños. Esperé hasta las 8:30 PM. Después de todo se trataba de Venezuela donde siempre hay un retraso por algo. Pero, después de un buen rato aún seguíamos allí sentados mirándonos las caras, solo que ya había silencio pues los niños se habían quedado dormidos. Un poco frustrado, a las 9 PM, abrimos las Biblias y compartimos el pequeño estudio que había preparado. Al terminar, Nora, de manera espontánea, sin prepararlo, le preguntó a Nubia si quería recibir al Señor y ella dijo que sí. Oramos por ella y terminamos nuestra primera “célula” por esa noche. A los pocos días la muchacha regresó a Los Andes y no la volvimos a ver nunca más. Nuestro grupo pequeño comenzaba con una conversión, pero se terminaba por ausencia de miembros antes de celebrar su segunda reunión. No eran más que augurios de la larga, complicada y apasionada relación con los grupos pequeños que tendríamos Nora y yo a partir de aquel momento.

Desde el mismo momento en el que intenté poner en práctica las ideas que Cho expresaba, me di cuenta que eran un poco más complejas que su descripción, un tanto simplificada y más parecida a un cuento de hadas que otra cosa. Los siguientes intentos de comenzar grupos pequeños no fueron más fáciles, en muchos casos parecían forzados, y hasta cierto punto artificiales. Como cuando, más adelante, comencé una célula en la casa de una familia en un sector llamado La Matica en Los Teques. Me preparaba bien, arreglaba los materiales que iba a usar y llegaba a la hora acordada. Me mandaban a pasar y me sentaba en la sala. El televisor en un lado cercano y visible desde donde yo me encontraba se mantenía encendido y la telenovela captaba la atención de las jóvenes casi embrujándolas (cualquier pentecostal hubiera afirmado que de verdad se trataba del mismísimo “cajón del diablo”). Casi como una respuesta automática, cuando yo llegaba el señor de la casa se metía en su cuarto, y quedaba conmigo la apenada señora, quien sacrificando los clásicos culebrones de la época, hacía esfuerzos para entender aquellos descontextualizados estudios bíblicos que les llevaba. Así transcurrieron esos lunes por las noches, tal vez durante unas cuatro o cinco ocasiones más, hasta que tiré la toalla y abandoné otra célula fallida, aunque nunca fue la última en los siguientes treinta años.

Ya por aquellos días el gusanito de las ideas de Wimber sobre el empoderamiento espiritual y el crecimiento de la iglesia nos había picado, lo que nos colocó en una posición bastante precaria frente a los líderes de la denominación a la que pertenecíamos, quienes eran de tendencia fanáticamente cesacionista. Así que nos mudamos a otra congregación, un poco más grande, donde había una mayor efervescencia espiritual e intentos por alcanzar con el evangelio aquella ciudad satélite de Caracas. Se trataba de un grupo incipiente, donde prácticamente todo estaba por hacerse, cuyo pastor, al igual que yo, era bivocacional, lo que dejaba amplio espacio para la participación de varios liderazgos en la edificación de la comunidad cristiana. Casi de inmediato mi propuesta fue la de crear lo que por aquel entonces se llamaba un “ministerio de células”, cosa que fue bien recibida por el pastor, quien me delegó la tarea de organizarlo. Por fin tenía luz verde para volver a los consejos de Cho y ver aquella iglesia explotar con un crecimiento extraordinario, gracias a las células que se “esparcirían” por todos los Altos Mirandinos. Bueno, al menos ese era mi sueño en aquellos momentos.

Corría el año 1987 y ya habían demostraciones palpables del uso de las células al estilo Cho en congregaciones emblemáticas como la “Iglesia Las Acacias” en Caracas y la “Iglesia La Cruz” en Maracaibo. También era el comienzo del auge del iglecrecimiento como filosofía para el desarrollo de las iglesias evangélicas en América Latina, por lo que el crecimiento numérico se convirtió en el principal indicador del avance de las congregaciones. Aparte de los libros de Peter Wagner sobre iglecrecimiento y los de Cho sobre las células, el material impreso disponible para el entrenamiento de líderes de grupos pequeños era casi inexistente. A pesar de ello me aboqué con entusiasmo a la tarea y logré juntar unos cuantos voluntarios para comenzar nuestros grupos pequeños y aprender sobre la marcha.

Borrador del proyecto para el inicio de las células en la Iglesia “El Rincón” presentado al pastor Carlos Quintana en 1987. La nomenclatura usada era una mezcla entre términos tradicionales y otras más modernos que se iban desarrollando en cuanto al tópico de los grupos pequeños.

Los meses que siguieron me mostraron algunos de los temas que íbamos a enfrentar en lo sucesivo, si queríamos que los grupos celulares fueran el nuevo paradigma organizativo de una iglesia evangélica en crecimiento. Con los voluntarios formamos una variedad de células en edificios residenciales, barrios, urbanizaciones, hasta formamos un grupo en idioma portugués. Había grupos de diferente tamaño, composición, nivel socio-económico, nacionalidades, edades, necesidades espirituales, emocionales y materiales, lo que constituía un mosaico heterogéneo y complejo del campo misionero urbano. Los problemas a lo interno de los grupos no se hicieron esperar, conflictos con los líderes, con los estilos de trabajo, con los énfasis espirituales, con las doctrinas impuestas, con las diferencias sociales, con la disponibilidad de tiempo, con la privacidad de los hogares y las familias, con los niños asistentes, y muchas otras cosas que difícilmente se mencionaban en los libros. Pero, aparte de todo esto que presionaba a nivel operativo y logístico, se encontraba el nivel organizativo de la iglesia, pues nuestro “ministerio” no era dirigido por el pastor principal, sino por un líder laico quien se mantenía tras bambalinas trabajando directamente con los líderes de células. Así que, si el pastor le ponía demasiado énfasis a las actividades centradas en el culto[3], las células se afectaban de inmediato y perdían su impulso, a lo que había que volver a inyectarle una nueva carga de energía. Además, siempre había la sospecha o el temor de que los líderes de célula iniciaran alguna facción y dividieran la iglesia, o que minaran la autoridad pastoral al ganarse el afecto y lealtad de los miembros de la célula.

En esas controversias me encontraba cuando el pastor que me había apoyado para comenzar nuestros grupos celulares decidió renunciar al pastorado, cediéndolo a otro con una visión y liderazgo completamente diferentes, pero completamente ajeno a nuestra iglesia local. En este caso se trataba de alguien a tiempo completo, cuyo ministerio se centraba en la predicación, pues había funcionado como evangelista itinerante durante varios años, realizando campañas y conferencias masivas en grandes locales, estadios y plazas de toros. Su enfoque se centraba en “producir” un culto dominical bastante sofisticado que requería un amplio equipo de trabajo. Tal como me lo confesó en una acalorada conversión conmigo, su sueño era convertir aquel grupo, que apenas pasaba de las cien personas, en una megaiglesia en el más corto plazo posible. Por ello se mudaron los servicios dominicales a un auditorio más grande (ya nos reuníamos en cine pero era un local más pequeño y sin mayores comodidades[4]), se invirtió dinero en la compra de equipos de sonido, micrófonos e instrumentos musicales, los miembros se abocaron a labores de logística (como armar y desarmar los implementos cada domingo), a servir como ujieres, anfitriones o consejeros, y también se estableció una banda musical para la adoración. La personalidad prominente del pastor comenzó a resaltarse en el formato de las reuniones. Mientras tanto, el resto del grupo, incluyéndome a mi, nos convertimos en espectadores pasivos sin mayores responsabilidades.

El resultado de todo ello fue que a menos de un año de haber comenzado, el ministerio de células pasaba nuevamente al olvido y yo pasaba a jugar banco. En el ínterin, volvía a dudar si de verdad edificar una iglesia basada en las reuniones en las casas era algo realizable, o se trataba más bien de una reminiscencia nostálgica de los tiempos neotestamentarios que Cho con habilidad había logrado poner en práctica, quizás por razones culturales o sociales que no aplicaban en un país como aquella Venezuela de finales de los años ochenta. Todavía tendría que esperar unos años más para encontrar mejores respuestas a mis cavilaciones y frustraciones.

La siguiente entrega de esta serie la encuentras aquí.


[1] Cho, Paul Yonggi (1981). La cuarta dimensión. Miami: Vida

[2] Para salvar mis espaldas debo decir que, tanto las “Cuatro Leyes Espirituales” como “Evangelismo Explosivo” tenían sofisticados procesos de discipulado y seguimiento, con detallados estudios bíblicos. Sin embargo, las iglesias no siempre continuaban con ellos una vez tomada la decisión inicial. Tan complejo es el tema del discipulado que sigue siendo, hoy por hoy, un tema de discusión. Principalmente porque está ligado a la comprensión del concepto de misión y al entendimiento de la dimensión cultural de la iglesia.

[3] Por aquel tiempo la iglesia tenía cultos todas las noches en su local y dos servicios los domingos, así que el tiempo para las reuniones en los hogares era mínimo. Migrar de esta cultura a una basada en los hogares era un verdadero desafío.

[4] Curiosamente, el cine Apolo era el lugar donde fuimos Nora y yo visitando una vez que decidimos unirnos a este grupo. Se trataba de un cine de “adultos”. Así que los domingos muy tempranito llegaban unas hermanas que se abocaban a cubrir algunos de los afiches y posters con unas sábanas para que los visitantes no se distrajeran con las atrevidas fotos.

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